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miércoles, 28 de junio de 2017
miércoles, 21 de junio de 2017
El Grillo Cri Cri Cri
Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.
¿Vivirá en la chimenea debajo de un baldosín; donde canta cuando llueve el grillito cri-cri-cri, donde canta cuando llueve el grillito cri-cri-cri?
¿Vive acaso en la azotea o en un tiesto en un balcón o en las ramas de algún árbol o metido en un cajón?
Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.
Dónde puede estar metido que jamás lo pude ver; por más que seguí sus pasos nunca pude dar con él.
Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.
Gallo Quiquiriquí
El granjero Bonachón tenía una granja en la que todos los animales hacían exactamente lo que les apetecía. Las vacas se paseaban por el prado y charlaban con los caballos, y los cerdos dormían muy contentos en sus pocilgas. Pero las más alegres eran las gallinas. Había cinco: Enriqueta, Filomena, la vieja tía Copete, Beatriz, que se sentía muy orgullosa porque era bonita, y Bonifacia, la jefa de las gallinas, la más menuda de todas ellas, que se aposentaba en su percha y tocaba un flautín mientras el resto de las gallinas ponían huevos en sus nidales.
Cada vez que el granjero Bonachón quería tomar un huevo para desayunar, no tenía más que asomarse a la ventana de la granja y gritar: “Toca el flautín, Bonifacia”, e inmediatamente las gallinas ponían huevos.
Una mañana, el granjero Bonachón reunió a todos los animales de la granja. Las gallinas se sentaron delante de los patos, y los demás animales permanecieron agrupados detrás de ellos.
—Tengo malas noticias —dijo el granjero Bonachón—. Lo siento, amigos, pero me he visto obligado a vender la granja. A partir de mañana trabajaréis para don Cascarrabias.
—Vaya por Dios —se dijeron los animales—. Esperemos que nos trate con amabilidad.
Los animales andaban preocupados cuando a la mañana siguiente se presentó don Cascarrabias para inspeccionar la granja. Era un hombre delgado y feo que jamás sonreía. Llevaba unas relucientes botas y un grueso bastón. A ninguno de los animales le cayó simpático. Primero habló a los cerdos: —¡Qué pocilga más sucia! ¡Buscad cepillos y agua y limpiadla en seguida! Luego se dirigió a los caballos: —Estáis todos demasiado gordos. Pronto os pondré en forma haciendo que tiréis de la carreta hasta el mercado.
Luego riñó a las vacas por su aspecto adormilado. Por último visitó el gallinero, donde las gallinas estaban sentadas tranquilamente en sus nidales esperando a que Bonifacia tocara su flautín. Al ver a Bonifacia, don Cascarrabias se encolerizó: —¡Esto es un gallinero, no un concierto! Vete, Bonifacia. No quiero veros ni a ti ni a tu flautín en esta granja nunca más. Mañana vendrá otro jefe a espabilaros! ¡Holgazanas, más que holgazanas!
Así que Bonifacia hizo su maletín y abandonó la granja. A la mañana siguiente, temprano, Enriqueta miró por la ventana y vio a un enorme y joven gallo paseándose arriba y abajo. Tenía una cresta colorada, largos y relucientes espolones y portaba bajo el ala un bastón ligero con la punta de bronce.
—Me llamo Quiquiriquí, y estoy aquí para meteros en cintura —cacareó muy fuerte—. Con que ya podéis iros espabilando. Es hora de levantarse y poner huevos.
Las gallinas se pusieron en fila para que Quiquiriquí las inspeccionara. Primero le gritó a Enriqueta:
—Hoy no has aseado tus plumas. Están que dan asco.
Luego le tocó el turno a Filomena: —Mañana, a primera hora, debes pulir tus uñas. Son una vergüenza.
A continuación estuvo de lo más grosero con la pobre tía Copete:
—Deja de sonreír, estúpida, o te sacudiré con mi bastón.
Luego las obligó a todas a desfilar por el corral hasta quedar extenuadas. Es decir, a todas menos a Beatriz, pues Quiquiriquí se había encaprichado de ella.
—Tú no te muevas, querida —dijo—. Eres demasiado bonita para cansarte caminando arriba y abajo.
Las demás gallinas marchaban detrás de Quiquiriquí. “Izquierda, derecha, izquierda, derecha, media vuelta, izquierda, derecha”, gritaba. Ninguna de las gallinas tenía costumbre de desfilar a paso de marcha. Filomena se torció la pata, Enriqueta se metió en el establo por error, y la pobre tía Copete se sentó a descansar entre las coles y se quedó dormida como un tronco.
A la mañana siguiente, al despuntar el día, las gallinas se despertaron al oír a Quiquiriquí cacareando a voz en grito: —¿Cuántos huevos habéis puesto esta mañana? Nadie desayunará hasta no haber puesto por lo menos un huevo.
Cuando regresó a los diez minutos, no halló ningún huevo.
—Todo el mundo al corral, haremos otra larga marcha, esta vez subiremos a la cima de la colina y volveremos a bajar.
Todas se pusieron en marcha, excepto Beatriz, que se quedó comiendo maíz de un gran saco.
Cuando Quiquiriquí entró más tarde en los nidales, no había un solo huevo. ¡Las gallinas estaban tan asustadas que no podían poner huevos!
Bonifacia se puso a pensar en algún medio para ayudar a las gallinas y le pidió consejo al buho Oliverio.
—No digas nada y vigila —dijo éste.
Entonces, una mañana, Bonifacia oyó a don Cascarrabias gritarle a Quiquiriquí:
—Como no obtengas un huevo muy pronto, tendrás que irte. Buscaré a otro gallo para que se ocupe de las gallinas.
Quiquiriquí estaba muy cariacontecido.
—Déme otra oportunidad, señor —rogó—. Le prometo que mañana temprano pondrán huevos. ¡Por favor!
Aquella tarde, Bonifacia siguió a Quiquiriquí cuando éste se dirigió al estanque y robó todos los huevos de pata que encontró. Con mucho sigilo, los depositó en los nidales mientras dormían las gallinas.
Dijo Quiquiriquí – don Cascarrabias que por fin las gallinas habían comenzado a poner huevos.
—Bien —dijo don Cascarrabias-. Mañana temprano inspeccionaré los nidos. Si hay suficientes huevos, conservarás tu empleo.
Cuando Quiquiriquí se acostó, Bonifacia fue a ver a su amigo el viejo gorrión.
—¿Puedes prestarme cuatro huevos de gorrión muy pequeños por esta noche? Mañana por la mañana te los devolveré.
—Por supuesto -dijo el gorrión, y le entregó cuatro diminutos huevos. Sin ser vistos, retiraron entre ambos los huevos de pata y colocaron en su lugar los huevos de gorrión. Después durmieron hasta el amanecer, cuando toda la granja se despertó con el ufano cacareo de Quiquiriquí:
—A levantarse todo el mundo. Esta mañana vendrá don Cascarrabias en persona a inspeccionar los huevos.
Antes de que las gallinas tuvieran tiempo de meterse en los nidales, entró en el gallinero don Cascarrabias.
—Bien, veamos esos huevos.
Lo siguiente que oyeron todos fue un potente alarido.
—¡Has querido engañarme, Quiquiriquí! Estos huevos son de gorrión, no de gallina. Vete de mi granja inmediatamente. ¡Cómo te atreves a burlarte de mí!
Quiquiriquí salió huyendo de la granja y todos los animales rompieron a reír de gozo. Entonces la pequeña Bonifacia salió de detrás del gallinero y se puso a tocar su flautín, y en el acto todas las gallinas se metieron en sus nidales y empezaron a poner huevos.
—Pero si esto es estupendo —dijo don Cascarrabias, sonriendo por primera vez al ver cinco huevos frescos—. Te devuelvo tu puesto de jefa de las gallinas. De ahora en adelante puedes seguir tocando tu flautín para que las gallinas pongan huevos. ¡Tendréis música mientras trabajáis y raciones dobles de desayuno!
Las gallinas cloquearon alegremente, las vacas mugieron satisfechas, los caballos relincharon y Bonifacia, la jefa musical de las gallinas, tocó su flautín entusiasmada.
El Gato con Botas
Había una vez un molinero cuya única herencia para sus tres hijos eran su molino, su asno y su gato. Pronto se hizo la repartición sin necesitar de un clérigo ni de un abogado, pues ya habían consumido todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocóel molino, al segundo el asno, y al menor el gato que quedaba.
El pobre joven amigo estaba bien inconforme por haber recibido tan poquito.
-”Mis hermanos”- dijo él,-”pueden hacer una bonita vida juntando sus bienes, pero por mi parte, después de haberme comido al gato, y hacer unas sandalias con su piel, entonces no me quedará más que morir de hambre.”-
El gato, que oyó todo eso, pero no lo tomaba así, le dijo en un tono firme y serio:
-”No te preocupes tanto, mi buen amo. Si me das un bolso, y me tienes un par de botas para mí, con las que yo pueda atravesar lodos y zarzales, entonces verás que no eres tan pobre conmigo como te lo imaginas.”-
El amo del gato no le dió mucha posibilidad a lo que le decía. Sin embargo, a menudo lo había visto haciendo ingeniosos trucos para atrapar ratas y ratones, tal como colgarse por los talones, o escondiéndose dentro de los alimentos y fingiendo estar muerto. Así que tomó algo de esperanza de que él le podría ayudar a paliar su miserable situación.
Después de recibir lo solicitado, el gato se puso sus botas galantemente, y amarró el bolso alrededor de su cuello. Se dirigió a un lugar donde abundaban los conejos, puso en el bolso un poco de cereal y de verduras, y tomó los cordones de cierre con sus patas delanteras, y se tiró en el suelo como si estuviera muerto. Entonces esperó que algunos conejitos, de esos que aún no saben de los engaños del mundo, llegaran a mirar dentro del bolso.
Apenas recién se había echado cuando obtuvo lo que quería. Un atolondrado e ingenuo conejo saltó a la bolsa, y el astuto gato, jaló inmediatamente los cordones cerrando la bolsa y capturando al conejo.
Orgulloso de su presa, fue al palacio del rey, y pidió hablar con su majestad. Él fue llevado arriba, a los apartamentos del rey, y haciendo una pequeña reverencia, le dijo:
-”Majestad, le traigo a usted un conejo enviado por mi noble señor, el Marqués de Carabás. (Porque ese era el título con el que el gato se complacía en darle a su amo).”-
-”Dile a tu amo”- dijo el rey, -”que se lo agradezco mucho, y que estoy muy complacido con su regalo.”-
En otra ocasión fue a un campo de granos. De nuevo cargó de granos su bolso y lo mantuvo abierto hasta que un grupo de perdices ingresaron, jaló las cuerdas y las capturó. Se presentó con ellas al rey, como había hecho antes con el conejo y se las ofreció. El rey, de igual manera recibió las perdices con gran placer y le dió una propina. El gato continuó, de tiempo en tiempo, durante unos tres meses, llevándole presas a su majestad en nombre de su amo.
Un día, en que él supo con certeza que el rey recorrería la rivera del río con su hija, la más encantadora princesa del mundo, le dijo a su amo:
-”Si sigues mi consejo, tu fortuna está lista. Todo lo que debes hacer es ir al río a bañarte en el lugar que te enseñaré, y déjame el resto a mí.”-
El Marqués de Carabás hizo lo que el gato le aconsejó, aunque sin saber por qué. Mientras él se estaba bañando pasó el rey por ahí, y el gato empezó a gritar:
-”¡Auxilio!¡Auxilio!¡Mi señor, el Marqués de Carabás se está ahogando!”-
Con todo ese ruido el rey asomó su oído fuera de la ventana del coche, y viendo que era el mismo gato que a menudo le traía tan buenas presas, ordenó a sus guardias correr inmediatamente a darle asistencia a su señor el Marqués de Carabás. Mientras los guardias sacaban al Marqués fuera del río, el gato se acercó al coche y le dijo al rey que, mientras su amo se bañaba, algunos rufianes llegaron y le robaron sus vestidos, a pesar de que gritó varias veces tan alto como pudo:
-”¡Ladrones!¡Ladrones!”-
En realidad, el astuto gato había escondido los vestidos bajo una gran piedra.
El rey inmediatamente ordenó a los oficiales de su ropero correr y traer uno de sus mejores vestidos para el Marqués de Carabás. El rey entonces lo recibió muy cortésmente. Y ya que los vestidos del rey le daban una apariencia muy atractiva (además de que era apuesto y bien proporcionado), la hija del rey tomó una secreta inclinación sentimental hacia él. El Marqués de Carabás sólo tuvo que dar dos o tres respetuosas y algo tiernas miradas a ella para que ésta se sintiera fuertemente enamorada de él. El rey le pidió que entrara al coche y los acompañara en su recorrido.
El gato, sumamente complacido del éxito que iba alcanzando su proyecto, corrió adelantándose. Reunió a algunos lugareños que estaban preparando un terreno y les dijo:
-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que los terrenos que ustedes están trabajando pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”-
Cuando pasó el rey, éste no tardó en preguntar a los trabajadores de quién eran esos terrenos que estaban limpiando.
-”Son de mi señor, el Marqués de Carabás.”- contestaron todos a la vez, pues las amenazas del gato los habían amedrentado.
-”Puede ver señor”- dijo el Marqués, -”estos son terrenos que nunca fallan en dar una excelente cosecha cada año.”-
El hábil gato, siempre corriendo adelante del coche, reunió a algunos segadores y les dijo:
-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que todos estos granos pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”-
El rey, que pasó momentos después, les preguntó a quien pertenecían los granos que estaban segando.
-”Pertenecen a mi señor, el Marqués de Carabás.”- replicaron los segadores, lo que complació al rey y al marqués. El rey lo felicitó por tan buena cosecha. El fiel gato siguió corriendo adelante y decía lo mismo a todos los que encontraba y reunía. El rey estaba asombrado de las extensas propiedades del señor Marqués de Carabás.
Por fin el astuto gato llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño y señor era un ogro, el más rico que se hubiera conocido entonces. Todas las tierras por las que había pasado el rey anteriormente, pertenecían en realidad a este castillo. El gato que con anterioridad se había preparado en saber quien era ese ogro y lo que podía hacer, pidió hablar con él, diciendo que era imposible pasar tan cerca de su castillo y no tener el honor de darle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como podría hacerlo un ogro, y lo invitó a sentarse.
-”Yo he oído”- dijo el gato, -”que eres capaz de cambiarte a la forma de cualquier criatura en la que pienses. Que tú puedes, por ejemplo, convertirte en león, elefante, u otro similar.”-
-”Es cierto”- contestó el ogro muy contento, -”Y para que te convenzas, me haré un león.”-
El gato se aterrorizó tanto por ver al león tan cerca de él, que saltó hasta el techo, lo que lo puso en más dificultad pues las botas no le ayudaban para caminar sobre el tejado. Sin embargo, el ogro volvió a su forma natural, y el gato bajó, diciéndole que ciertamente estuvo muy asustado.
-”También he oído”- dijo el gato, -”que también te puedes transformar en los animales más pequeñitos, como una rata o un ratón. Pero eso me cuesta creerlo. Debo admitirte que yo pienso que realmente eso es imposible.”-
-”¿Imposible?”- Gritó el ogro, -”¡Ya lo verás!”-
Inmediatamente se transformó en un pequeño ratón y comenzó a correr por el piso. En cuanto el gato vio aquello, lo atrapó y se lo tragó.
Mientras tanto llegó el rey, y al pasar vio el hermoso castillo y decidió entrar en él. El gato, que oyó el ruido del coche acercándose y pasando el puente, corrió y le dijo al rey:
-”Su majestad es bienvenido a este castillo de mi señor el Marqués de Carabás.”-
-”¿Qué?¡Mi señor Marqués!” exclamó el rey, -”¿Y este castillo también te pertenece? No he conocido nada más fino que esta corte y todos los edificios y propiedades que lo rodean. Entremos, si no te importa.”-
El marqués brindó su mano a la princesa para ayudarle a bajar, y siguieron al rey, quien iba adelante. Ingresaron a una espaciosa sala, donde estaba lista una magnífica fiesta, que el ogro había preparado para sus amistades, que llegaban exactamente ese mismo día, pero no se atrevían a entrar al saber que el rey estaba allí.
miércoles, 14 de junio de 2017
Buen humor (Hans Christian Andersen)
Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre…; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal -hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.
-Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche.
Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Debajo un botón
Debajo un botón, ton, ton, del señor Martín, tin, tin, había un ratón, ton, ton, iay! qué chiquitín, tin, tin.
¡Ay! qué chiquitín, tin, tin, era aquel ratón, ton, ton, que encontró Martín, tin. tin, debajo un botón, ton, ton.
Es tan juguetón, ton, ton, el señor Martín, tin, tin, que metió al ratón, ton, ton, en un calcetín, tin, tin.
En un calcetín, tin, tin, vive aquel ratón, ton, ton, lo metió Martín, tin, tin, porque es juguetón, ton, ton.
Debajo un botón, ton, ton, del señor Martín, tin, tin, había un ratón, ton, ton, iay! qué chiquitín, tin, tin.
¡Ay! qué chiquitín, tin, tin, era aquel ratón, ton, ton, que encontró Martín, tin, tin, debajo un botón, ton, ton…
¿Quien es más fuerte?
El Viento siempre andaba jactándose: —Soy más fuerte que nadie. Puedo derribar árboles y sepultar montañas en la nieve. Puedo destrozar embarcaciones lanzándolas contra las rocas y llevarme los tejados de las casas. ¡Soy el más fuerte! El Sol pasó junto a él sonriendo para sí y meditando. —¡Soy más fuerte que tú, estúpido! —se mofó el Viento.
—¿Quién? ¿Yo? —sonrió el Sol— No, no, temo que te equivocas, don Viento. —¿Y qué sabes hacer tú, que pareces una enorme naranja? ¡Te desafio a que midamos nuestras fuerzas! —Está bien —dijo el Sol— ¿Ves a ese hombre caminando por la calle del Sauce? Se dirige a su trabajo. Apuesto a que no puedes despojarle del chaleco antes de que tome el tren de la mañana. El Viento soltó una carcajada y se revolcó de risa. —¿Ese tipo tan enclenque? ¡Le dejaré en cueros! Entonces sopló y sopló con tal fuerza que temblaron las ventanas de las casas de la calle del Sauce. Al ver el cambio que se había operado en el tiempo, el hombre volvió precipitadamente a su casa para coger el abrigo. El Viento continuó soplando hasta levantar los faldones del abrigo que se había puesto el hombre.
—¡Brrr! ¡Vaya tiempecito! —dijo éste, abrochándose los botones y alzándose el cuello del abrigo.
El Viento se puso a silbar y aullar. El hombre no sabía cómo protegerse de la ventolera. Total que decidió ir al trabajo en autobús. —¡Brrr! ¡Brrr! ¡Qué asco de tiempo!
El Viento rugió y rugió y provocó que el autobús se balanceara de una manera peligrosa sobre sus ruedas. —¡Brrr! ¡Vaya tiempo! —dijo el conductor— Llevaré el autobús a la terminal. ¡Este viento es capaz de hacernos volcar estrepitosamente! El Viento sopló y silbó y aulló y rugió contra el edificio de la terminal hasta erosionar su fachada. —Está bien, sabelotodo, me rindo —dijo al Sol entre despectivo y defraudado— ¡Pero apuesto a que tú no lo haces mejor! Entonces el Sol comenzó a brillar. Una vez que dejó de soplar el Viento, el autobús abandonó la terminal y prosiguió hacia la estación. —¡Uf! ¡Qué calor hace! —dijeron los pasajeros, apeándose.
El Sol continuó brillando y el hombre tuvo que desabrocharse el abrigo y secarse el sudor de la frente. “¡Qué tiempo tan raro!”, pensó. El Sol brilló y brilló hasta que el hombre se quitó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata.
—¡Uf! ¡Qué calor! —dijo, desabrochándose el chaleco. El Sol brillaba con tanta fuerza, que hasta el alquitrán de las carreteras se volvió pegajoso. —¡Uf! ¡Esto es demasiado! —dijo el hombre, mirando a las personas que veía sentadas en los bancos, abanicándose
nerviosamente con periódicos. —¡Uf! —exclamó el hombre, ¡y se quitó el chaleco!
El Viento estaba indignado. —Tramposo —le murmuró al Sol, alejándose muy enfadado— ¡El hombre siempre te ha preferido a ti!
miércoles, 7 de junio de 2017
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